A la mañana siguiente acompañé a mi abuela al mercado del barrio y escuchamos la historia de la chica que cerró la puerta y fue engullida por el apartamento. Me estremecí por el relato que la tendera relataba a un par de atentas clientes con las intervenciones de su ayudante. Luego descubrí que besugos, merluzas e ictiofauna en general me seguían con la mirada. Acechaban imperceptibles, desde el hielo sobre el que reposaban, fisgoneando cada una de mis acciones. Sus órbitas circulares de pupilas sin párpados examinaban nuestros pasos de un puesto a otro. Cientos de ojos mirones repartidos por todo el mercado. Oteaban mis pasos, cada vez más indecisos e inseguros. El Avia seguía con sus quehaceres ajena a todo aquello, mientras a mí se me calaban los calcetines, embebidos de una humedad fría. Los pies chapoteaban, se hundían para reflotar en un suelo gelatinoso que crujía. Hasta que finalmente cedió y me precipité.
Hundiéndome.
Sumergiéndome con la ligereza de una pluma.
En la verticalidad de una gravedad amortiguada.
Cayendo.
Cayendo.
Cayendo.
Cayendo.
Cayendo con suavidad en una masa acuosa gélida habitada por pupilas fijas y bocas abiertas. Destellos pálidos, esquirlas plateadas que se movían aleatoriamente a mi alrededor. Aparecían y desaparecían trazando órbitas inconsistentes mientras me sumergía en la nada, esa nada que no toma forma, porque no puede contenerse así misma, pero se esconde detrás de todo objeto y persona. Porque lo sólido, lo íntegro, es una mera ilusión visual. Un espejismo. Un error construido en el nervio corneo para superar el vértigo del vacío. Un negar la altura como remedio. Inventamos todo tipo de trampas, resortes, salidas, entradas, pasadizos secretos, puertas, ventanas, sótanos, agujeros, cielos, mares abiertos, ayeres, mañanas, de todo hacemos con todo lo que tenemos a nuestro alcance para superar el mal de altura que conforman el gran vértigo: el de la existencia y también su inevitable cese.
Una fosa abismal en la que me hundía irremediablemente, en su masa acuosa que digiere en su blanda amalgama toda dimensionalidad, volumen, y cualquier otra propiedad física. Aguas que se tragan sin masticar todo aquello que adolece de condición terrenal. Me ahogaba en ellas, y me angustié por un momento, luchando por salir, hasta que llegado un punto, casi dulce, justo antes de no ser consciente ya, caí en la cuenta que yo también soy acuoso. Y estoy vacío, o lleno de vacío, porque el mar se me metió dentro y ya formo parte del él, y ya no tengo porque pensar, ni entender, sólo ser. Dejarme acariciar por las turbulencias sin resistirme, sin cuestionarme. Como las piedras que arrojaba al mar aquel final de verano junto a mi abuelo. Piedras que hacían estallar la mar hacia arriba.