El hombre que se creía Vicente Rojo

Una gran parte de mi existencia la he vivido acuciada por la inminencia y la inexorabilidad del final. No me refiero a un final determinado o concreto, sino a algo mucho más general y abstracto: el final de todo. Algo parecido a la corrupción de todo el oxígeno de la atmósfera, o la putrefacción del clima que a cada segundo anuncia el gran apagón cercano. Siempre he presentido el fin muy cerca de mí. Es como un memento morí incesante. Agotador.

Mi relación con Pablo empezó cuando yo tenía exactamente dieciocho años. Ahora tengo cuarenta y tres. Desde el primer día que fuimos solos al cine, estuve esperando el momento en que me dijera que me abandonaba. Lo curioso de este asunto es que efectivamente se fue, pero lo hizo entre tantas excusas, justificaciones, promesas y culpas retorcidas, que fue una de las pocas ocasiones en mi vida que no alcanzaba a ver el final de sus palabras. De hecho, era como si –exactamente del mismo modo que yo había sentido– hubiésemos vivido en un continuo final, como si nuestra relación ni siquiera hubiera tenido un principio.

Tengo cuarenta y tres años. Pablo se fue de casa el día de mi cumpleaños. Nunca me había hecho ningún regalo memorable. Tener cuarenta y tres años me sitúa cerca del final de algo. ¿De mi juventud? Tal vez ya hace tiempo que la dejé atrás. No me sucedió, como sí sé que han experimentado algunas otras personas, que dejara de sentirme joven cuando nació Berta. Ya entonces me sentía cercana al final de algo. También recuerdo el miedo, preguntarme constantemente qué iba a pasar después. Pablo, cuando se fue, me espetó que yo tenía una noción muy extraña de la realidad. Ahora puedo reírme de esa afirmación. Creo que la frase no está bien construida.

De todas maneras, es por lo menos paradójico que fuese él quien me dijese algo así. Me gustaría saber en qué realidad hubiese vivido él de no ser por mí. Pero ya no importa. Ahora sólo me inquieta Berta y esa manía que sufre desde hace un tiempo y de la que no sé hasta qué punto responsable. Soy su madre.

Berta es mi hija y a mí me sobran veinte quilos. Hace unos meses ya me sobraban veinte quilos, así que puede ser que ahora sean algunos más. Tal vez el único motivo por el que finalmente me he decidido a escribir todo esto sea para convertirme en la protagonista de una de esas historias de superación personal en las que se consiguen dejar atrás los miedos que nos paralizan. Escribir sobre cuán difícil resulta cuidarse conscientemente, segur una alimentación sana, salvar los impulsos autodestructivos y morbosos para alcanzar el equilibrio, encontrar alguna clave secreta escondida y, al final, adelgazar. Podría escribir un diario –o mejor un blog, como hace tanta gente de mi generación– narrando todas mis sensaciones. En caso de lograr mantener el diario, me daría cuenta de que soy capaz de perseverar en algo, de construir un discurso para llegar a alguna conclusión. De esta manera diseccionaría los problemas para verlos desde una perspectiva nueva, desnudándolos de todo tremendismo y advirtiendo que soy capaz de enfrentarme a ellos. Y, al final, esta historia podría acabar con una mujer nueva, con una apariencia distinta y una actitud diferente. Por fin el equilibrio. Ésa debería ser mi victoria.

Sin embargo, no creo que nada de eso vaya a suceder. Si he empezado a escribir es porque vuelvo a sentirme en uno de esos momentos en que presiento el final de algo. La noche que Pablo me anunció que se marchaba, antes de que empezara su interminable discurso, yo ya presentía que algo iba a pasar, aunque no supiera exactamente qué ni nada me hubiese hecho sospechar que llevaba mucho tiempo enamorado de otra persona.

Un tiempo después empecé a escribir estas notas porque presentía que iba a ocurrir algo con Berta. Había mañanas, cuando la veía salir de casa, que me aterrorizaba pensar en todo lo que podía suceder durante las horas en las que yo no estaba cerca y no la veía. Pronto perderé lo que tengo ahora. Nos pasamos la vista perdiendo cosas. A veces pienso que todos los cambios que he ido experimentando a lo largo de mi vida no han servido para construir nada, sino todo lo contrario, para ir desmontando el mundo en que nací y que me pertenecía por derecho propio.


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 Sònia Hernández 
El hombre que se creía Vicente Rojo (2017)
Acantilado, Quaderns Crema, Barcelona, 137pp

Sònia Hernández (Terrassa, 1976) es autora de dos poemarios –La casa del mar (2006) y Los nombres del tiempo (2010)–, dos libros de relatos –Los enfermos erróneos (2008) y La propagación del silencio (2013)– y las novelas La mujer de Rapallo (2010) y Los Pissimboni (2015). En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Colabora habitualmente en Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia.
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