Polaris

Salimos junto a algunos marineros de la cafetería del hotel. Comenzamos a caminar hacia el centro del pueblo. Quedaba una luz débil que aguantaría hasta la medianoche. Había algunos charcos y caía un aguanieve delicado que se evaporaba al tocar la piel o la ropa. Apretaba el viento y no había nadie aparte de nosotros en la calle. Doblamos una esquina y enfilamos la que debía ser la avenida principal del pueblo. Las voces de los marineros las arrastraba el viento y sólo quedaba un murmullo cortado, como un acordeón que hubieran tirado al suelo y dejara sólo un lamento raído. Una señal indicaba la carretera de Akureyri y otra señalaba una oficina de correos y una gasolinera. Había una luz encendida. Era el comercio del que nos habían hablado: entramos en aquella tienda en la que muchos compraron chocolate y tabaco. Pese a la prohibición algunos marineros cargaron botellas de alcohol en sus petates. Caminamos un centenar de metros, nevaba más fuerte y comenzaba a helarse el suelo de la calle principal. Llegamos al único bar del pueblo, el mismo del que nos había hablado Rysdal. No estaba la señora mayor en la barra y sí un hombre de su misma edad con aspecto cansado, tal vez su marido. La clientela la componían unos pocos pescadores y el resto de la tripulación que no se habían detenido en el hotel. El tipo del bar no parecía intimidado con nuestra presencia. No le atemorizaban los gritos ni que se cayera algún vaso: aquella no era la tabernucha de Fugloy y parecían acostumbrados a que arribaran tripulaciones de medio tamaño.

Buena parte de la marinería se apretaba frente a un juego de dardos, había una competición y alboroto. En algunas mesas los más tranquilos jugaban a los dados; todos bebían menos los dos sirios que ocupaban un rincón sin mezclarse con el resto. Tomaban algo que parecía una infusión mientras el resto bebía sin descanso: el tipo de la barra no debería de tener quejar. Rysdal y Mutter estaban a mi lado pero intuí que querían hacer un aparte, hablaban volcados sobre la barra y sus vasos. Mutter seguía afectado con lo de Denis. Preferí no meterme y dejar que acabaran de solucionar sus problemas.

Tenía a mi lado a los americanos y acabé hablando con Harris. Parecía de buen humor y finalmente me atreví a preguntarle qué le parecía lo que había explicado Farrard en la reunión. No pudo reprimir un gesto de extrañeza y me contestó que no entendía la pregunta. Le dije que hablaba sobre la primera carta de órdenes que había leído. Me dio la impresión de que se hacía el despistado, aunque al fin contestó con una media sonrisa.

Me pareció una tarea extraña y lo comentamos con los compañeros, y señaló a Vedder y Roggiano, aunque parece que algo se sabía y pensé que lo conocí a usted de primera mano, doctor. Parece arbitraria o estúpida, como muchas otras órdenes, pero la Central debe saber para qué lo hace. No se idea algo así para nada, doctor. La Central escribe recto con renglones torcidos, ¿no era así que lo hacía la Iglesia o Dios? Se rió y levantó la copa como si hiciese un brindis.

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Fernando Clemot
Polaris (2015)
Editorial Salto de Página, S.L., Madrid, 190pp

Fernando Clemot (Barcelona, 1970) es autor de los libros de cuentos Safaris inolvidables (2012) y Estancos del Chiado (2009), con el que fue finalista del Premio Nacional de Narrativa y obtuvo el premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado ese año. Es autor también de las novelas El libro de las maravillas (2011) y El Golfo de los Poetas (2009). Ha publicado un ensayo de narrativa creativa: Cómo armar y desarmar un relato (2014). Su obra ha sido incluida en numerosas antologías. En la actualidad compagina su actividad como profesor en talleres de narrativa creativa en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la librería La Central de Barcelona con su cargo como director de la revista literaria Quimera.

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