Hoy cumplo trece años y, por tanto, tengo trescientos sesenta y cinco días de mala suerte por delante. Estoy sentado en la escalinata del monumento a Cristobal Colón, la espalda contra el pedestal donde reposan los leones de piedra que miran hacia el horizonte.
Espero que algún pájaro se me cague encima y todo el mundo comience a burlarse. Imagino que al bajar los peldaños tropezaré y me romperé un diente y pasaré toda la vida tapándome la boca al reír. Al mismo tiempo, calculo cuánto falta para que cualquiera de los taxis aparcados junto a la estatua del Descubridor circule demasiado cerca de la acera, salpicando un charco de agua sucia que manchará los pantalones que hoy estreno por mi cumpleaños. Nada de esto ocurre porque en el fondo nada es extraordinario, todo es desesperadamente normal.
A lo lejos se oye la sirena de un transatlántico que arriba al puerto, el profesor nos manda que recojamos las cosas y nos levantemos del suelo. Ya de pie nos cuenta poniendo su mano encima de nuestras cabezas, al llegar a mí hace una salvedad y me roza el hombro con un dedo. Las chicas sonríen y los chicos susurran, en voz no muy baja, que tengo piojos. Aprovechando que se ha separado unos metros escupo al profesor por la espalda y el resto de alumnos aúllan, se tapan la boca y agitan los brazos. También le escupo en la pierna a uno de los compañeros que grita. Me pica la coronilla pero no me rasco.

El enfermero de Lenin (2017)
Editorial Periférica., Cáceres, 270pp
Valentín Roma (Ripollet, 1970) profesor de Teorías Artísticas Contemporáneas en la UAB y profesor de la Escuela ELISAVA, ha comisariado exposiciones de arte contemporáneo en España y el extranjero, del Museo Picasso, la Fundación Tapies o el CaixaForum de Barcelona, a la Bienal de Venecia o la Kunstverein de Stuttgart. Periférica ya publicó en 2011, su primer libro, una pieza a medio camino entre la ficción y el ensayo.
“La risa es nuestro único patrimonio como proletarios, la risa nos pertenece. Para mí tiene un valor político, la hemos utilizado siempre, como una forma de evasión pero también de conciencia, la risa es un signo de clase”.
“Mi padre enloqueció durante veintiún días tras una operación rutinaria cuyas complicaciones siguen siendo, aún hoy, inexplicables. A lo largo de aquellas tres semanas aseguraba ser Lenin y pedía que lo trataran como tal, llegando a exigir que su informe clínico y las medicinas que le eran suministradas llevasen escrito el nombre de Vladímir Ilich Uliánov”, se narra al principio del relato. Luego llega el relato, la historia de un hombre desarraigado, un hijo de obreros y labriegos, que es profesor de universidad. Alguien que no se siente ni de la ciudad a la que migraron sus padres, ni del pueblo de sus abuelos. Ni de aquí ni de allí.