La anciana le limpió el mentón con un pañuelo suave que desprendía otra fragancia dulzona, y mientras caminaban él se comió el melocotón: la piel, el jugo, la carne, todo. El hueso rugoso se lo metió en la boca para limpiarlo, y después empezó a buscar un bolsillo donde guardarlo.
–Esos pantalones no tiene bolsillos –dijo la anciana–. Dámelo. Ya lo llevo yo.
–No.
–Muy bien. Llévalo en la mano. Es extraño lo que hay dentro de un melocotón, ¿verdad?
Él no respondió porque la conocía, aunque no sabía que era la madre de su madre. Era la que era. Era toda modales, toda procedimiento y patrón, toda significado, toda rectitud: «Esto es así por tal razón». Sabía que ella no esperaba que respondiese a cada cosa y que si esperaba ella respondería a casi cualquier cosa que él tuviera en la cabeza.
–Planta esta semilla –dijo. Lo llamó semilla–. Planta esta semilla y tendrás un árbol. Un árbol de melocotones. En el verano habrá melocotones colgando de sus ramas. Y tú podrás subir al árbol y sentarte en una rama y comer un melocotón.
Él no dijo nada, pero cuando llegaron a casa fue al cobertizo y ella dijo:
–¿Qué pasa?
Él vio la pala en el rincón.
–Ah, sí –dijo ella–. Es hora de plantar esa semilla.
La anciana cogió la pala y salieron al gran patio en busca de un buen lugar para plantar un melocotonero. Ella se detuvo cerca del límite del patio, junto a la cerca de madera.
–¿Aquí?
–No.
Él fue hacia el centro del patio, donde la anciana cultivaba un huerto –tomates, pimientos, pepinos, acelgas, berenjenas, calabazas– y donde el olor de todo lo que crecía era limpio y agradable. La anciana clavo la pala en la tierra blanda y húmeda.
–Así se planta un árbol –dijo–: pones la semilla en un suelo fértil como éste y la cubres con tierra, y después el tiempo, el sol, la luna y la lluvia besan la semilla hasta que ésta despierta y crece para convertirse en ella misma: un árbol, un melocotonero, que a su vez producirá muchos melocotones, cada uno con su propia semilla.
Él dejó caer la semilla en el hoyo, se agachó y lo cubrió con tierra negra. La anciana presionó la tierra suelta. Después cogió una pequeña estaca de una tomatera y la clavó en la tierra cerca de donde estaba oculta la semilla, un secreto que sólo ella, él y la semilla sabían, y dijo:
–Esta estaca marca el lugar donde Yeprat Moscatian plantó la semilla de un melocotón para que creciera un árbol.
Nunca hubo un melocotón como aquél. Nunca hubo un misterio tan grande como sembrar aquella semilla de melocotón.

Un día en el atardecer del mundo (2017)
Traducción de Stella Mastrangelo
Acantilado, Quaderns de Crema S.A., Barcelona, 220pp
William Saroyan (Fresno, 1908 – Fresno, 1981) fue un novelista armenio-estadounidense, cuyas temáticas giraban muchas veces alrededor de las memorias y experiencias de familias pobres de inmigrantes armenios en un oeste provinciano de los años 20 y 30 de Estados Unidos. Fue un autor muy popular durante la Gran Depresión y los siguientes años 30, cuando ganó el premio Pulitzer de teatro, así con la adaptación al cine de su novela, La comedia humana, que consiguió en 1943 un premio Óscar a la mejor historia. Los libros de Saroyan son rápidos, trabajaba sin apenas corregir sus textos, introduciendo el impresionismo en la narrativa y el teatro. Por ello muchas de sus obras carecen de intriga y se limitan a expresar un estado de ánimo, casi siempre optimista y una característica humanidad a través de una minuciosa y lírica observación de detalles, costumbres y conductas, virtudes que lucen en especial en el libro reverenciado, en la que un afamado escritor armenio endeudado y en horas bajas, regresa a Nueva York a reconciliarse con su mujer, sus hijos y viejos amigos. Una impresionante colección de diálogos en los que surge la calidez humana de sus protagonistas, construyendo ellos mismos la trama de la historia. Todo está en lo que dicen, el narrador no añade nada, los personajes, sus dudas, sus problemas, sus amores, nos llegan a través de sus voces, a través de unos diálogos ágiles y originales. Una obra que es una delicia.