El pan a secas

Lloro la muerte de mi tío junto con otros niños. Ya no, sólo lo hago cuando me pegan, o cuando pierdo algo. Es época de hambre en el Rif, de sequía y de guerra.

Una tarde, no pude contener mis lágrimas del hambre que tenía. Chupaba y rechazaba mis dedos. Sólo vomitaba saliva. Mi madre trataba de calmarme:

–Cállate, que nos vamos a Tánger. Allí hay montañas de pan. Ya verás como no llorarás más por el pan cuando lleguemos. En Tánger la gente come hasta hartarse. Aprende de tu hermano Abde-Ikader, él no llora –me decía en rifereño.

Bastaba con mirar la cara de mi hermano, pálida y con los ojos hundidos, para dejar de llorar, pero esa calma que me infundía su mirada templada no duraba mucho.

Cuando llegó mi padre yo aún lloraba por el pan. Furioso, empezó a darme patadas y puñetazos.

–¡Cállate, hijo de puta! ¡Cállate! Te comerías antes a tu madre que morirte de hambre, bastardo.

Me agarró y me tiró contra el suelo. Estuvo dándome patadas hasta que le dolieron los pies. Mojé mis pantalones.

Marchamos a pie, rumbo al exilio. En los bordes del camino vimos muchos animales muertos. Los rondaban perros y pájaros negros. Hedor, vientres abiertos, podredumbre.

Al caer la noche, acampábamos allí donde el cansancio y el hambre nos vencían. Algunos incluso enterraban a los suyos en el mismo lugar en el que caían muertos, víctimas del hambre. Cerca de nuestra tienda se podía escuchar el aullido de los lobos.

Mi hermano no paraba de toser. Aterrado, le pregunté a mi madre:

–¿También él va a morir?

–No, ¿de dónde has sacado eso?

–Mi tío ha muerto.

–Tu hermano no va a morir. Sólo está enfermo.

En Tánger no ví las montañas de pan que me había prometido mi madre. También había llegado el hambre al paraíso, pero al menos allí no era tan mortífera como en el Rif.

Cuando el hambre apretaba, salía a las calles de nuestro barrio Ain Ktiwet y buscaba restos de comida entre las basuras. Vi que otro chico hacía lo mismo que yo. Iba descalzo, hecho un harapo. Tenía granos en la cabeza y en las manos.

–Prefiero las basuras de la ciudad a las de nuestro barrio. Lo que tiran los cristianos suele ser mucho mejor que lo que tiran los musulmanes –me dijo.

Cada vez me alejaba más del barrio, solo o en compañía de otros chicos. Éramos los niños de las basuras. Un día encontré una gallina muerta; la recogí, la oculté bajo mi camisa y me fui corriendo a casa. Durante el camino la estreché fuerte contra mi pecho por miedo a perderla. Mis padres habían habían ido a la Medina. Encontré a mi hermano solo, tendido en un rincón, recostado sobre una almohada; respiraba con dificultad. Sus grandes ojos marchitos vigilaban la entrada. Al verme con la gallina se le abrieron de par en par, y en su pálida cara se dibujó una sonrisa. Se movía como si acabara de despertar de un desmayo. Tosía y jadeaba de alegría. Cogí un cuchillo, me volví en dirección a la Meca, y en voz alta exclamé: «En el nombre de Allah, el más grande». Así había visto hacerlo a los mayores. La degollé, separando la cabeza del cuerpo. Esperé a que le brotara sangre, pero nada. Ni masajeándola brotaron más que unas pocas gotas. Recuerdo que vi sacrificar un cordero en el Rif. Le pusieron un cuenco debajo del cuello para recoger la sangre. Una vez lleno, se lo dieron a beber a mi madre, que estaba enferma. Con el forcejeo, la sangre acabó derramándose por la cara y el vestido; luego se calmó, aunque seguía mascullando palabras ininteligibles.

«¿Por qué no brota la sangre de la gallina igual que hizo de aquel cordero?» Ya había empezado a desplumarla cuando oí la voz de mi madre:

–¿Pero qué haces? ¿De dónde la has robado?

–La encontré. Estaba enferma, la degollé antes de que muriese. Es cierto. Si no pregúntale a Abdelkader.

–¡Estás loco! –me la arrebató furiosa–. El hombre no debe comer carroña.

Nos miramos mi hermano y yo. Compartimos la tristeza y luego aguardamos la comida con los ojos cerrados.


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Muhammad Chukri (1973)
El pan a secas (2012)
Cabaret Voltaire, Madrid, 272pp
traducción Rajae Boudemediane El Metni 

 

 

 

 

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