El año del elefante y otros relatos

Las tiendas, desangeladas: un carbonero, un sastre y una abacería de exiguas existencias. Los comercios de los judíos, cerrados a cal y canto, con candados en las cerraduras y travesaños de madera cruzados sobre las puertas. Antaño tenían sus propias escuelas y sus sinagogas, pero tras su marcha el ajetreo decayó y los precios se hundieron. Vivían de sus negocios, vendían cerveza y practicaban la magia hasta que un día empezaron a marcharse por grupos. Los barcos se los llevaron desde Tánger. Ahora son como espectros parlantes de un árabe atroz que este pueblo un día vio pasar.

Se me vino a la memoria la imagen de una figura rellena pero bien proporcionada, con la cabeza cubierta por una pañoleta ribeteada de flecos –como el traje de una bailaora de flamenco– que le colgaba con holgura formando un triángulo. Se trataba de una imagen de hacía unos treinta o treinta y cinco años, a la que vi apoyada en el quicio del portal de Rahma.

Cada vez que me adentraba en aquel callejón nuestro, me encontraba siempre a una mujer judía plantada en la puerta de Rahma. Entre ésta y aquellas mujeres existía un pacto solemne: ella les echaba las cartas a cambio de que sus clientas le hicieran alguna ofrenda. Al marcharse, le besaban la mano y le otorgaban su bendición. Ahora ya su negocio, obviamente, no tiene razón de ser y vive retirada en la oscuridad de su casa.

He olvidado a todos los moradores del callejón salvo a ella, de la cual aún guardo vívidos recuerdos. Vi su cara por primera vez en el mismo momento en el que abrí los ojos al mundo, y en mis fantasías siempre ha seguido mostrándose con vigor. Para mí, era una criatura formidable que superaba todo lo humanamente imaginable. Pelirroja por efecto del tinte, se envolvía la cabeza con una pañoleta amarilla brillante de cuyos extremos col- gaban unos flecos de seda que se entrelazaban con sus mechones teñidos. Se fijaba la pañoleta con un alfiler bañado de vivos colores. Siempre hablaba a voces y era de una mordacidad cáustica. Sus escarnios eran tan hi- rientes como podía serlo un puñetazo en la nariz.

Se pasaba el día plantada en el umbral de aquel portón, con las piernas cubiertas por una manta en las épocas más frías del año. No había bicho viviente que lograra internarse en el callejón sin que ella acabara por enterarse de sus intimidades, como tampoco dos per- sonas podían hablar –ya fuera de lo humano o de lo divino– sin que una tercera –ella– se entrometiera en la conversación. Era una mujer sin igual en el pueblo, de sobra conocida por llanos y montañas, en cuya enreve- sada mente almacenaba, por lo que pudiera venir, toda clase de escándalos y secretos. Cuando declaraba la guerra a alguien, las mujeres se apresuraban hacia las puertas y las azoteas, y los viandantes se concentraban en tal número, que el callejón se convertía en una especie de feria improvisada. No existía nada que le molestase tan- to como que alguien aludiera a sus desconocidos orígenes. ¿Quién era en realidad? ¿De dónde había venido? ¿Cómo había llegado hasta allí? En mi vida he topado con nadie que lo supiera. Han sido muchos los que han muerto sin descubrir el secreto que late en su pecho y que a la postre se llevará un día consigo a la sepultura.

Además, el misterio aumentaba por causa de la ignorancia reinante, la cual servía de caldo de cultivo para todo tipo de rumores: «Es una bruja, una espía con un pasado». Sólo Dios conoce la verdad. De todas maneras, a ella le dolían todas aquellas habladurías que la empu- jaban a seguir adelante con sus guerras particulares sin considerar siquiera la posibilidad de una tregua. De su puerta siempre abierta surgían sus particulares letrillas, que dirigía de manera inmisericorde contra sus enemi- gos como si de afiladas lanzas se tratasen.

Incitados por los más mayores, teníamos por cierto que en su casa existía una puerta mágica a través de la cual obligaba a pasar a los niños traviesos. Creíamos que al otro lado se extendía una galería que, pasando por la cueva situada a la entrada del pueblo, conducía hasta un pavoroso presidio subterráneo ubicado bajo la ciudad de Mequínez. Y ello por no hablar de la existencia de unas tinajas y unos cántaros cargados con tesoros de la época del Rey Salomón.

En cierta ocasión se enzarzó con mi madre en una discusión por encontrarse Rahma sentada –como en ella era costumbre– obstruyendo con todo su corpachón el paso hacia el portal de la casa de mi madre. Tras la tri- fulca, en el fragor de la cual ambas se cruzaron algunos insultos, Rahma cogió a mi hermana más pequeña y la escondió en una esquina del callejón, lo cual nos hizo estar dando vueltas como locos por todo el pueblo en su búsqueda mientras ella permanecía al acecho vigilante y empuñando una garrota como medida de precaución.

Tras el episodio del rapto, empecé a imaginarme que esta extraña dama se colocaba a veces unas alas con las que sobrevolaba sus quiméricos cielos. Fue hechizándo- me con sus encantamientos hasta el punto de que acabó por atraerme hacia ella de la misma manera que las ma- riposas son atraídas por la luz. Tomé la determinación de infiltrarme en su reino con la intención de descifrar sus enigmas y, así, me fui aproximando poco a poco a su hija. Sí. Ella tenía una hija más pequeña que todos nosotros, de la cual se decía que había sido engendrada por Rahma aunque nosotros no lo creyéramos. Como sucedía con su cachaba, no dejaba a su hija ni a sol ni a sombra, y así caminaba con paso tambaleante apoyándose alternativamente en ambas. De vez en cuando se detenía para recuperar el aliento, unos instantes en los que todo el callejón parecía quedarse paralizado y sin aire.


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Leila Abouzeid (1984)
El año del elefante y otros relatos (2008)
Alcalá Grupo Editorial, Alcalá la Real (Jaen), 173pp
traducción de Pablo García Suárez 

Se puede comprar el libro en la web de la editorial, aquí.


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